LA HISTORIA INTERMINABLE:
Así es como empieza el libro (y nosotros ya sabemos por la película de dónde viene Bastián):
Esta
era la inscripción que había en la puerta de cristal de una
tiendecita, pero naturalmente sólo se veía así cuando se miraba a
la calle, a través del cristal, desde el interior en penumbra.
Fuera
hacía una mañana fría y gris de noviembre, y llovía a cántaros.
Las gotas correteaban por el cristal y sobre las adornadas letras. Lo
único que podía verse por la puerta era una pared manchada de
lluvia, al otro lado de la calle. La puerta se abrió de pronto con
tal violencia que un pequeño racimo de campanillas de latón que
colgaba sobre ella, asustado, se puso a repiquetear, sin poder
tranquilizarse en un buen rato.
El
causante del alboroto era un muchacho pequeño y francamente gordo,
de unos diez u once años. Su pelo, castaño oscuro, le caía
chorreando sobre la cara, tenía el abrigo empapado de lluvia y,
colgada de una correa, llevaba a la espalda una cartera de colegial.
Estaba un poco pálido y sin aliento pero, en contraste con la prisa
que acababa de darse, se quedó en la puerta abierta como clavado en
el suelo.
Ante
él tenía una habitación larga y estrecha, que se perdía al fondo
en penumbra. En las paredes había estantes que llegaban hasta el
techo, abarrotados de libros de todo tipo y tamaño. En el suelo se
apilaban montones de mamotretos y en algunas mesitas había montañas
de libros más pequeños, encuadernados en cuero, cuyos cantos
brillaban como el oro. Detrás de una pared de libros tan alta como
un hombre, que se alzaba al otro extremo de la habitación, se veía
el resplandor de una lámpara. De esa zona iluminada se elevaba de
vez en cuando un anillo de humo, que iba aumentando de tamaño y se
desvanecía luego más arriba, en la oscuridad. Era como esas señales
con que los indios se comunican noticias de colina en colina.
Evidentemente, allí había alguien y, en efecto, el muchacho oyó
una voz bastante brusca que, desde detrás de la pared de libros,
decía:
—Quédese
pasmado dentro o fuera, pero cierre la puerta. Hay corriente.
El
muchacho obedeció, cerrando con suavidad la puerta. Luego se acercó
a la pared de libros y miró con precaución al otro lado. Allí
estaba sentado, en un sillón de orejas de cuero desgastado, un
hombre grueso y rechoncho. Llevaba un traje negro arrugado, que
parecía muy usado y como polvoriento. Un chaleco floreado le
sujetaba el vientre. El hombre era calvo y sólo por encima de las
orejas le brotaban mechones de pelos blancos. Tenía una cara roja
que recordaba la de un buldog de esos que muerden. Sobre las narices,
llenas de bultos, llevaba unas gafas pequeñas y doradas, y fumaba en
una pipa curva, que le colgaba de la comisura de los labios
torciéndole toda la boca. Sobre las rodillas tenía un libro en el
que, evidentemente, había estado leyendo, porque al cerrarlo había
dejado entre sus páginas el gordo dedo índice de la mano izquierda…
como señal de lectura, por decirlo así.
El
hombre se quitó las gafas con la mano derecha, contempló al
muchacho pequeño y gordo que estaba ante él chorreando, frunciendo
al hacerlo los ojos, lo que aumentó la impresión de que iba a
morder, y se limitó a musitar: —¡Vaya por Dios! —Luego volvió
a abrir su libro y siguió leyendo. El muchacho no sabía muy bien
qué hacer, y por eso se quedó simplemente allí, mirando al hombre
con los ojos muy abiertos. Finalmente, el hombre cerró el libro otra
vez —dejando el dedo, como antes, entre sus páginas— y gruñó:
—Mira,
chico, yo no puedo soportar a los niños. Ya sé que está de moda
hacer muchos aspavientos cuando se trata de vosotros…, ¡pero eso
no reza conmigo! No me gustan los niños en absoluto. Para mí no son
más que unos estúpidos llorones y unos pesados que lo destrozan
todo, manchan los libros de mermelada y les rasgan las páginas, y a
los que les importa un pimiento que los mayores tengan también sus
preocupaciones y sus problemas. Te lo digo sólo para que sepas a qué
atenerte. Además, no tengo libros para niños y los otros no te los
vendo. ¿Está claro?
Todo
eso lo había dicho sin quitarse la pipa de la boca. Luego abrió el
libro otra vez y continuó leyendo.
El
muchacho asintió en silencio y se dio la vuelta para marcharse, pero
de algún modo le pareció que no debía aceptar sin protesta aquel
sermón, y por eso se volvió otra vez y dijo en voz baja:
—No
todos son así.
—¿Todavía
estás ahí? ¿Qué hay que hacer para librarse de ti, me lo quieres
decir? ¿Qué era eso tan importantísimo que has dicho?
El
hombre levantó despacio la vista y se quitó de nuevo las gafas.
—¿Todavía
estás ahí? ¿Qué hay que hacer para librarse de ti, me lo quieres
decir? ¿Qué era eso tan importantísimo que has dicho?
—No
era importante —respondió el muchacho en voz más baja todavía—.
Sólo que… no todos los niños son como usted dice.
—¡Vaya!
—El hombre enarcó las cejas fingiendo asombro—. Entonces, tú
eres sin duda una excepción, ¿no?
El
muchacho gordo no supo qué responder. Sólo se encogió ligeramente
de hombros y se volvió otra vez para irse.
—¡Vaya
educación! —oyó decir a sus espaldas a aquella voz refunfuñona—.
Desde luego no te sobra, porque, si no, te hubieras presentado por lo
menos.
—Me
llamo Bastián —dijo el muchacho—. Bastián Baltasar Bux.
—Un
nombre bastante raro —gruñó el hombre—, con esas tres bes.
Bueno, de eso no tienes la culpa porque no te bautizaste tú. Yo me
llamo Karl Konrad Koreander.
—Tres
kas —dijo el muchacho seriamente.
—Mmm
—refunfuñó el viejo—. ¡Es verdad!
Lanzó
unas nubecillas de humo.
—Bueno,
da igual cómo nos llamemos porque no nos vamos a ver más. Ahora
sólo quisiera saber una cosa y es por qué has entrado en mi tienda
con tanta prisa. Daba la impresión de que huías de algo. ¿Es
cierto?
Bastián
asintió. Su cara redonda se puso de pronto un poco más pálida y
sus ojos se hicieron aún mayores.
—Probablemente
habrás asaltado un banco —sugirió el señor Koreander—, o
matado a alguna vieja o alguna de esas cosas que hacéis ahora. ¿Te
persigue la policía, hijo?
Bastián
negó con la cabeza.
—Vamos,
habla —dijo el señor Koreander—. ¿De quién huyes? —De los
otros. —¿De qué otros? —Los niños de mi clase.
—¿Por
qué? —Porque… no me dejan en paz.
—¿Qué
te hacen?
—Me
esperan delante del colegio. —¿Y qué?
—Me
llaman cosas. Me dan empujones y se ríen de mí. —¿Y tú te
dejas?
El
señor Koreander miró al muchacho un momento con desaprobación y
preguntó luego:
—¿Y
por qué no les partes la boca? Bastián lo miró asombrado.
—No…
no quiero. Además… no soy muy bueno boxeando.
—¿Y
qué tal la lucha? —quiso saber el señor Koreander—. Correr,
nadar, fútbol, gimnasia… ¿No se te da bien nada de eso?
El
muchacho dijo que no con la cabeza.
—En
otras palabras —dijo el señor Koreander—, que eres un flojucho,
¿no? Bastián se encogió de hombros.
—Pero
hablar sí que sabes —dijo el señor Koreander—. ¿Por qué no
les contestas cuando se meten contigo?
—Ya
lo hice una vez…
—¿Y
qué pasó?
—Me
metieron en un cacharro de basura y ataron la tapa. Estuve dos horas
llamando hasta que me oyó alguien.
—Mmm
—refunfuñó el señor Koreander—, y ahora ya no te atreves.
Bastián asintió.
—O
sea —dedujo el señor Koreander—, que además eres un gallina.
Bastián bajó la cabeza.
—Y
seguramente un pelota también, ¿no? El mejor de la clase con todo
sobresalientes, y enchufado con todos los profesores, ¿verdad?
—No
—dijo Bastián conservando la vista baja—. El año pasado se me
cargaron.
—¡Santo
cielo! —exclamó el señor Koreander—. Una nulidad en toda la
línea.
Bastián
no dijo nada. Sólo siguió allí. Con los brazos colgantes y el
abrigo chorreando.
—¿Qué
te llaman para burlarse de ti?
—No
sé… Todo lo que se les ocurre.
—¿Por
ejemplo?
—¡Gordo!
¡Gordote! ¡Sentado en un bote! Si el bote se hunde, el Gordo se
funde. ¡Bueno está que abunde!
—No
es muy ingenioso —opinó el señor Koreander—. ¿Y qué más?
Bastián titubeó antes de hacer una enumeración. —Chiflado,
bólido, cuentista, bolero…
—¿Chiflado?
¿Por qué?
—Porque
a veces hablo solo. —¿De qué, por ejemplo?
—Me
imagino historias, invento nombres y palabras que no existen, y cosas
así. —¿Y te lo cuentas a ti mismo? ¿Por qué? —Bueno, porque
no le interesa a nadie. El señor Koreander se quedó un rato en
silencio, pensativo. —¿Qué dicen a eso tus padres?
Bastián
no respondió enseguida. Sólo al cabo de un rato musitó: —Mi
padre no dice nada. Nunca dice nada. Le da todo igual. —¿Y tu
madre? —No tengo.
—¿Están
separados tus padres? —No —dijo Bastián—. Mi madre está
muerta.
En
aquel momento sonó el teléfono. El señor Koreander se levantó con
cierto esfuerzo de su sillón y entró arrastrando los pies en una
pequeña habitación que había en la parte de atrás de la tienda.
Descolgó el teléfono y Bastián oyó confusamente cómo el señor
Koreander pronunciaba su nombre. Luego la puerta del despacho se
cerró y sólo pudo oír un murmullo apagado.
Bastián
se puso en pie sin saber muy bien lo que le había pasado ni por qué
había contado y confesado todo aquello. Le molestaba que le hicieran
preguntas. De repente se dio cuenta con horror de que iba a llegar
tarde al colegio; era verdad, tenía que darse prisa, correr… pero
se quedó donde estaba, sin poder decidirse. Algo lo detenía, no
sabía qué.
En
el despacho seguía oyéndose la voz apagada. Fue una larga
conversación telefónica. Bastián se dio cuenta de que, durante
todo el tiempo, había estado mirando fijamente el libro que el señor
Koreander había tenido en las manos y ahora estaba en el sillón de
cuero. Era como si el libro tuviera una especie de magnetismo que lo
atrajera irresistiblemente.
Cogió
el libro y lo miró por todos lados. Las tapas eran de color cobre y
brillaban al mover el libro. Al hojearlo por encima, vio que el texto
estaba impreso en dos colores. No parecía tener ilustraciones, pero
sí unas letras iniciales de capítulo grandes y hermosas. Mirando
con más atención la portada, descubrió en ella dos serpientes, una
clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola formando un
óvalo. Y en ese óvalo, en letras caprichosamente entrelazadas,
estaba el título: